Los espaguetis y las ostras
Las tres películas son de mejor a peor: La vida de Adèle, de Kecchiche; Blue Jazmín, de Woody Allen; y
De tal padre tal hijo de Kore- eda. También de mejor a peor cada director se
maneja diferente (se pelea o se concilia) con esta visión congelada de las
diferencias: desde una cierta rabia de clase en la Vida de Adèle, hasta la
aceptación sin matices del tópico clasista, especialmente en Woody Allen, en el
que crecientemente los espaguetis y las ostras se va convirtiendo en un
oximorón salvaje, y los personajes se resienten mucho de ello (van perdiendo
humanidad y verosimilitud).
La primera es una película fascinante gracias a Adèle
(actriz y personaje): mientras la seguimos a ella, sus amigas, la desorientación
sexual, la incursión en el bar de
lesbianas, y su naciente fascinación por Emma, la sofisticada pintora de pelo
azul, la peli es extraordinaria. Pero… a medida que crece el contraste entre el
mundo periférico de Adèle (cuyo padre hace unos espaguetis de chuparse los
dedos) y el mundo snob de Emma (cuyo
padre prepara unas ostras que desvirgan gastronómicamente a Adèle), la película
se va haciendo menos verdadera, más melodrama y menos sutileza: ahí queda la
escena en que las amantes se pelean, Emma echa de casa a Adèle porque ha
descubierto que tiene una aventura con un compañero de trabajo, cuando es
evidente que ella está enrollada con otra pintora a punto de dar a luz. La
hipócrita Emma nos parece injusta, cínica y sobreactuada. No queda otra que
repudiar su esnob, sofisticado y parisino mundo.
La segunda película es la última de Allen, supuestamente una
vuelta a sus mejores épocas. Acá, las diferencias entre los espaguetis y las
ostras son a lo bestia, cero sutiles, aunque supuestamente más divertidas.
Pero, la verdad, poca gracia tiene el contraste entre la hermana (que fue) rica,
con ex marido banquero en la cárcel, adicta a las pastillas y la ropa de firma,
y la hermana pobre, que trabaja en la sección de verduras del supermercado, quien
para mayor castigo tiene un novio medio lumpen, un novio zafio que le cae fatal
a la hermana rica, un novio que cuando se enfada le arranca el teléfono de la
pared a su novia, pero hacia el final
nos va a demostrar que a pesar de sus modales, tiene, en el fondo, muy buen
corazón. Durante la película, vemos a la
hermana rica exhibir su neurosis, su estupidez y sus recuerdos neoyorquinos muy
bien vestida, de Channel para arriba, sin entender la vida con hijos de la hermana
pobre, que va vestida fatal, que chilla,
que es infiel al novio lumpen, con un señor más presentable, pero que
está casado. Vemos el enfrentamiento entre ellas y, a pesar del conflicto, la
película es bastante tonta, insulsa, sin sombra alguna de otras películas del
autor, en el que las contradicciones de los personajes vibraban para hacerlos
verdaderos, cercanos, mucho más sutiles que los personajes de esta versión sin
gracia de la lucha de clases.
La tercera es De tal padre, tal hijo, del director (parece
increíble) de Still walking, y, otra vez, nos encontramos con la misma o
parecida cosa: dos parejas de padres muy diferentes se enteran de que sus hijos
en realidad no son sus hijos biológicos por culpa de una enfermera rencorosa
que les cambió la cuna, como una versión japonesa de hijos de la medianoche.
Pero no, también es un rencor de clase, ahora que lo pienso, porque en un
momento la enfermera dirá que no soportaba ver lo bien que le iba a la pareja
afortunada. Las parejas se conocen y
discuten qué hacer ¿intercambiamos los hijos o no? Teniendo en cuenta que los
niños tienen cinco o seis años ya, todos los padres, sin excepción, son unos
capullos y se tienen unas conversaciones patéticas sobre el poder de la sangre.
Pero, sin duda, el más capullo de todos es
el padre triunfador, un joven arquitecto que vive con su familia en un
apartamento céntrico, con bonitas vistas de la ciudad; el otro padre es más
viejo, más pobre, dueño de un pequeño comercio de bombillas, cables y otros
trastos, en un barrio deprimido de la ciudad (creo que Tokio). El primero, el
rico, es un padre ausente, soberbio, egoísta,
que por querer, quiere quedarse con los dos niños; el segundo, en cambio, y
siguiendo la lógica de los espaguetis versus las ostras, es un poco bruto, feo,
cada dos por tres le está echando culpas a su mujer por llegar tarde a todos
los sitios, pero, sin embargo, como el
bruto de Allen, es un bruto de buen corazón, es un padre que juega con sus
hijos, les lleva de pesca y a volar cometas (las madres, por cierto, se acoplan
a lo deciden los hombres: parece que la discriminación de género traspasa hasta
las barreras sociales en las familias japonesas).
Por lo demás, es verdad que las tres películas son películas
muy placenteras de ver, la francesa transcurre diáfana, y la tristeza y el
rostro de Adèle se nos queda pegada un largo tiempo; la de Allen fluye también,
entre la sofisticada Nueva York de los
ricos y la bulliciosa y muy fotogénica San Fransisco de los menos ricos; y la
japonesa a pesar del fondo melodramático del tema, mantiene la calma, no carga demasiado las tintas, y los niños
demuestran que lo de la clase social no va con ellos.
Tengo que terminar el post agradeciendo a Jonás Trueba que
me regaló (creo) el título.