Sobre "Los visitantes" o la invisibilidad de las raíces
Llegó a mis manos, directo de Córdoba, Argentina, el libro
de relatos de viaje Los visitantes, publicado por Caballo Negro, editora. El
libro se devora y se lee con la misma expectativa y quizá el mismo entusiasmo
con que sus autores viajeros lo escribieron. Hay viajes (relatos) físicos, mentales, viajes como ofrenda
de gratitud, viajes sentimentales, viajes frustrados, dolidos, arrepentidos…y
viajes muy divertidos, desopilantes, como Mi amor nazi de Cucurto, quizá la
crónica menos viajera de todo el libro, aunque suceda en Berlín.
De todos los relatos, hay dos que me gustaron especialmente, que reflejan, además del movimiento físico del viaje, un vagabundeo del pensamiento o de la mente. Creo que en ambos late un misterio, una especie de idea inadvertida, algo que podríamos definir como la invisibilidad de las raíces, o la invisibilidad del origen, una doble invisibilidad, por decirlo así: la de la
voz narradora y la del lugar que es el destino del viaje. En estos dos relatos
los viajes me han parecido, sobretodo, o especialmente, viajes mentales, aunque
los protagonistas deambulen por la playa, por hoteles, ríos o autobuses. Son
las crónicas de Alejandra Baldovín y Damián Ríos: un viaje a Brasil,
cuya protagonista se desplaza velozmente con la mente mientras pasea
inadvertidamente por un pueblo pesquero, y un encuentro familiar en
el mar uruguayo, un conmovedor regalo al padre que vive en Entre Ríos, y hace
muchos años que vio por única vez el mar. Siendo relatos muy diferentes, los
dos comparten ese núcleo, esa intimidad que late y crece en los desplazamientos
simultáneos del cuerpo y de la mente, donde el viajero llega sin
aludir explícitamente a un origen: geográfico, social, cultural, o de cualquier
otra clase.
Casi diría (aunque ya se que es un poco abusivo) que el
resto de las crónicas, sí tienen, de forma más o menos explícita, esta alusión
a los orígenes como los puntos de partida del viajero, como fondo general del
relato contra el que deben recortarse, como supuesto contrapunto, las
singularidades (comidas, cadencia del habla, pobreza, desolación del paisaje,
soledades impuestas) del lugar de llegada.
En algunos casos, cuando el relato hace muy evidente ese contraste o
contrapunto o extrañamiento, me parece
que surge la amenaza del estereotipo, del tópico o lugar común: el viaje como
imposible cura y el viaje como pura nostalgia: me pasa un poco con los relatos
de Sonia Budassi y Sol Pereyra.
Sin embargo, en este juego de los contrastes o contrapuntos, me gusta mucho la leve
chanza del relato de Gandolfo y sus cafés cortados o lágrimas y la ironía
dolorosa de Hebe Uhart y sus vendedores de collares en Cartagena de primera y
segunda categoría.
Luego están los viajes emprendidos con el corazón pero que
no resultan reparadores- así me parecieron los relatos de Tejerina y Candelaria
Jaimez, y los viajes frustrados (y un poco frustrantes para el lector) de Cuqui
y Olagaray, y el viaje eufórico pero demasiado breve de Lemebel. Me gustan las
voces que sale a buscar Leticia El Halli Obeid en el mundo del doblaje de los
actores mexicanos, pero me quedo un poco fuera del espejismo de arte y
vanidades que busca Marcos López en la bienal de Venecia, tan saturada siempre
de símbolos, farsantes y turistas.
Todo esto, claro está, es muy subjetivo, como en todas las lecturas, y en cualquier caso me gustó mucho la idea del libro, la idea del viaje y su crónica, la escritura como un viaje aún no hollado que se realiza con el corazón, la cabeza y las tripas.