jueves, 26 de abril de 2012


Sobre "Los visitantes" o la invisibilidad de las raíces

Llegó a mis manos, directo de Córdoba, Argentina, el libro de relatos de viaje Los visitantes, publicado por Caballo Negro, editora. El libro se devora y se lee con la misma expectativa y quizá el mismo entusiasmo con que sus autores viajeros lo escribieron. Hay viajes (relatos) físicos, mentales, viajes como ofrenda de gratitud, viajes sentimentales, viajes frustrados, dolidos, arrepentidos…y viajes muy divertidos, desopilantes, como Mi amor nazi de Cucurto, quizá la crónica menos viajera de todo el libro, aunque suceda en Berlín.
 De todos los relatos, hay dos que me gustaron especialmente, que reflejan, además del movimiento físico del viaje, un vagabundeo del pensamiento o de la mente. Creo que en ambos late un misterio, una especie de idea inadvertida, algo que podríamos definir como la invisibilidad de las raíces, o la invisibilidad del origen, una doble invisibilidad, por decirlo así: la de la voz narradora y la del lugar que es el destino del viaje. En estos dos relatos los viajes me han parecido, sobretodo, o especialmente, viajes mentales, aunque los protagonistas deambulen por la playa, por hoteles, ríos o autobuses. Son las crónicas de Alejandra Baldovín y Damián Ríos: un viaje a Brasil, cuya protagonista se desplaza velozmente con la mente mientras pasea inadvertidamente por un pueblo pesquero, y un encuentro familiar en el mar uruguayo, un conmovedor regalo al padre que vive en Entre Ríos, y hace muchos años que vio por única vez el mar. Siendo relatos muy diferentes, los dos comparten ese núcleo, esa intimidad que late y crece en los desplazamientos simultáneos del cuerpo y de la mente, donde el viajero llega sin aludir explícitamente a un origen: geográfico, social, cultural, o de cualquier otra clase.
 Casi diría (aunque ya se que es un poco abusivo) que el resto de las crónicas, sí tienen, de forma más o menos explícita, esta alusión a los orígenes como los puntos de partida del viajero, como fondo general del relato contra el que deben recortarse, como supuesto contrapunto, las singularidades (comidas, cadencia del habla, pobreza, desolación del paisaje, soledades impuestas) del lugar de llegada.   En algunos casos, cuando el relato hace muy evidente ese contraste o contrapunto o extrañamiento,  me parece que surge la amenaza del estereotipo, del tópico o lugar común: el viaje como imposible cura y el viaje como pura nostalgia: me pasa un poco con los relatos de Sonia Budassi y Sol Pereyra.
 Sin embargo, en este juego de los contrastes o contrapuntos, me gusta mucho la leve chanza del relato de Gandolfo y sus cafés cortados o lágrimas y la ironía dolorosa de Hebe Uhart y sus vendedores de collares en Cartagena de primera y segunda categoría.
 Luego están los viajes emprendidos con el corazón pero que no resultan reparadores- así me parecieron los relatos de Tejerina y Candelaria Jaimez, y los viajes frustrados (y un poco frustrantes para el lector) de Cuqui y Olagaray, y el viaje eufórico pero demasiado breve de Lemebel. Me gustan las voces que sale a buscar Leticia El Halli Obeid en el mundo del doblaje de los actores mexicanos, pero me quedo un poco fuera del espejismo de arte y vanidades que busca Marcos López en la bienal de Venecia, tan saturada siempre de símbolos, farsantes y turistas.
Todo esto, claro está, es muy subjetivo, como en todas las lecturas, y en cualquier caso me gustó mucho la idea del libro, la idea del viaje y su crónica, la escritura como un viaje aún no hollado que se realiza con el corazón, la cabeza y las tripas. 

lunes, 2 de abril de 2012

El síndrome Winslet

Cuando se vuelve de un viaje, te puede brotar el síndrome Kate Winslet en Revolucionary Road, la película de Sam Mendes.Es decir, la fantasía del cambio: otro país, otra lengua... Volví de Sicilia hace diez días, Sicilia es una extraña y perfecta mezcla:  barroco a lo bestia y una naturaleza no demasiado domesticada (¡y también buena comida!). Podría haber sido un buen destino para el personaje de Winslet, en vez del glamuroso París. Ella quiere cruzar el Altántico, escapar del sueño americano que la ha enclaustrado en un bonito barrio de las afueras, con un marido y dos niñas (¿o era solamente una?). Los que han visto la peli y también leído el libro, dicen que el enfoque sobre la protagonista es radicalmente diferente. Parece ser que el imaginario romántico de la película (cambiar de vida, volver a los lugares donde fuimos felices) no se aviene para nada con el espíritu crítico de la novela, en la que ella, no sólo no es una heroína contra las convenciones burguesas, sino que está directamente desequilibrada. Hace poco leí en el último libro de Elvira Lindo muy señalada esta diferencia de enfoque, y en cierta forma la autora termina culpando a la película de haber inoculado como un virus y vanamente, la ilusión de cambiar de país (y de vida) a un montón de gente ingenua y desinformada. La escritora cuenta de un lector español que le indaga sobre las posibilidades de vivir en New York, porque en su tierra (Andalucía) se estrechan las oportunidades para salir adelante. Lindo le hace desistir de su viaje, con argumentos ciertamente realistas (desastrosa escuela pública, precios de los alquileres, etc.) pero hay algo demasiado severo en la respuesta de la escritora a este lector: los pragmáticos argumentos de Lindo hacen pensar que debemos liquidar esos impulsos inmaduros, alimentados por los imaginarios románticos y desproporcionados de las películas americanas. Y yo pienso que es verdad que el cine lo embellece todo, pero nos permite, al mismo tiempo, dar alas a esos impulsos, como un aliento abstracto, leve, no necesariamente dañino. Me acuerdo ahora de otra película, más antigua, Viaja a Italia (en español se tradujo Te querré siempre, no se si en Argentina se tradujo igual ya que ambos países compiten por las traducciones más cursis de los títulos de películas), en la que un matrimonio a punto de desmoronarse, terminan recuperándose el uno al otro, justo en el último plano, estancados por culpa del caótico tráfico napolitano.
Sí, los viajes tienen algo catártico, no hay duda, aún cuando no lleguen a los extremos del síndrome Winslet, y el cine da, y seguirá dando, miles de imágenes, terribles, bellas, reparadoras, para justificar esa catarsis del viaje.