viernes, 7 de junio de 2013

Los ilusos y las ilusiones: extraños síndromes del tiempo

"Los ilusos" la película de Jonás Trueba son de esas películas que dan ganas de escribir, quizá porque a medida que sus personajes deambulan (en hermoso celuloide blanco y negro) uno va recordando algunos libros, algunos autores. Yo me acordé de César Aira y el comienzo de Una novela china que dice algo así como que las historias se olvidan pero no la vida que ha sido rozada por ellas. También me acordé de Roberto Bolaño y los poetas sin obra que pululan por sus libros, unos irredentos ilusos latinoamericanos que encajan perfectamente en ese entretiempo (a ratos sonámbulo, a ratos voluptuoso) que imagina Jonás para los personajes de su película y también para los personajes de su libro Las ilusiones. Escribe Jonás: "Perdidos en la noche, los ilusos hablan de cualquier cosa que les haya sucedido, pero saben que van a la deriva y no les importa, empiezan a asumirlo (...)". En esa deriva, me parece que tanto en la película como en la novela, los ilusos oscilan entre la perseverancia y el vagabundeo, la obstinación y la ligereza, lo apasionado y la indolencia. Y esa oscilación termina por destilar un poderoso, pero nada enfático aroma: el aroma del romanticismo. (Un poco como pasaba también en su primera película: Todas las canciones hablan de mí).

Creo que en el cine de Jonás late una especie de pasión mitóloga: las películas que ama, las imágenes que ha visto, lo que le ha apasionado o conmovido, no se acaban nunca, siguen sucediendo, siguen contándose, una y otra vez, como se cuentan las leyendas del mito. En cierta forma es como el Madrid que aparece en Los ilusos: nocturno, noctámbulo, subterráneo, en blanco y negro, con pasadizos secretos, salas de cines en peligro de extinción, comida china en los bajos de la Plaza de España, bares y borracheras, actrices extranjeras en paro, directores en fuga. También tejados y plazas panorámicas, por donde vemos cruzar a  los ilusos: los vemos de lejos, desde arriba, puntitos a lo lejos, bichos raros  debajo de un microscopio. Es decir, el Madrid de Los ilusos es un Madrid legendario. Un Madrid que también, para mí, es una memoria personal, aunque desconfío del fetichismo de lo cercano, prefiero referir la emoción de Los ilusos a la memoria de la propia película, al deambular entre amigos que juegan, escuchan canciones melancólicas, a sus citas literarias y cinéfilas: la nouvelle vague, claro, pero también el cine coreano de Hong Sangsoo y sus personajes alcohólicos, sin ancla y a la deriva, o el diario filmado de su tocayo extranjero y mucho más viejo Jonás Meka.

Cuando se presentó el libro Las ilusiones, su editor de Periférica dijo algo así como que era una novela por derecho propio, autónoma de la película. Es verdad. Pero, leer Las ilusiones con las imágenes de Los ilusos en la recámara, no empobrece la novela, más bien, al revés, creo que la enriquece y mucho. Los dos, película y libro, nos inoculan su particular veneno, nos convertimos al verla y al leerlo, en ilusos, nos dejamos contagiar alegremente, y cultivamos, cada uno como puede, la propia ilusión.